viernes, 3 de junio de 2011

“Necesitamos del otro para descubrir en ese espejo aquello que jamás nos faltó, pero gracias a ese error, gracias a el vacío que nos genera la nesecidad del encuentro, es como la vida se procrea a sí misma, intentando con ese movimiento liberar a Dios”

El yo y El otro
El delgado espacio, esa línea sinuosa que recorre el cuerpo, ese límite.
Ese espacio que no es ni de uno ni de otro, ese profundo abismo, es el que separa la intención humana de fundir, aunque sea por un instante, las almas encarnadas en el acto sublime del amor.

Dios se compadece del hombre y le otorga pequeños paraísos, oasis mágicos en donde calmar su sed, su constante sensación de estar en el lugar equivocado, su persistente inquietud de sentirse por la mitad.

Dios sabe que el hombre sufre por ignorancia, y sin embargo le obsequia ese hermoso juego llamado amor, en donde se siente por única vez completo, en el lugar adecuado y en el momento justo.

El camino que había hecho arribar a mi vida a las costas solitarias de la reflexión, no era otra cosa que la angustia hecha carne. Ese grito silencioso que un día determinado nos quiebra el pecho, sofocando la esperanza de perdurar en la existencia.

Queda, luego, un siniestro espacio por llenar, y para ser llenado, debemos reconocer primero, que nada nuestro puede ocupar ese lugar.

Y es así que alguien, cuyo corazón late en este mundo, debería poseer aquel contenido que creemos que nos falta para llenar ese vacío.

Supuse, por ésto, que no todo engaño es inútil, dado que la  desesperación que genera la soledad nos impulsa al encuentro. Como el beduino, que ante la extrema necesidad del agua, produce el espejismo del oasis.

En la ciudad de Dios ya no puede existir el encuentro, dado que no hay otros:

       !Dios ha sido liberado!   


  

                           AXSER

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